Quedaron sólo cuatro gotas…

Ella esperaba, como siempre, apoyada, como siempre, en la misma barra de siempre. Si es que se puede esperar cuando ya no se espera nada. Ella simplemente estaba allí como cada noche hasta que Víctor se acercó.

Se acercó en silencio. En ese silencio que sólo rompía el chocar de los hielos en la copa y que decidió no romper. En ese mismo silencio en el que abandonaron el bar, llevándose consigo hasta el silencio, roto por las puertas cerradas.

Sus ojos contaban la historia de un amor abandonado, de una guerra perdida, de un alma corrompida o quizás sólo de un ambiente cargado. Eso fue lo que le gustó de Ella o quizás sólo su escaso vestido. La comisura de sus labios hacía en ocasiones un gesto de una ensayada timidez salvaje que intentaba simular una sonrisa, pareciendo más un tic. Sólo cuando reía de verdad sus cejas se levantaban, mostrando un auténtico brillo en sus ojos, y su boca se abría para cerrarse, justo después, en un coqueto pero natural gesto con el que se mordía el labio inferior. Pero no rió esa noche, así que él nunca lo supo. Era flexible. Eso lo supo y lo disfrutó. Aunque ninguno de los dos disfrutó más de lo habitual.

Él salió antes de que Ella despertase, intentando ser silencioso. Intentar ser silencioso suele ser la manera más segura de hacer ruido. Se cayó al suelo al dar con el pie en la mesilla, pero sólo movió un poco el florero, que dejó caer una gota de agua.

Ella no despertó y él, aliviado, se fue.

Fue al salir al ruido de la calle que Víctor notó el silencio. Ese silencio que marcó su entrada e intentó en su salida. Un silencio al que no estaba acostumbrado. Él, que siempre tenía una palabra amable o una risa con encanto, se dió cuenta al fin de lo mucho que valoraba los momentos de silencio. El silencio de un abrazo, el silencio del final de una canción o del mar en calma. Víctor adoraba el mar, pero no precisamente en calma, pues su elemento eran las olas. El silencio, en realidad, le parecía débil y él nunca se permitió ser débil.

Recordó, de repente, una conversación que había tenido con su madre poco antes de que enfermase. Le preguntó que era lo que más le gustaba de él. “Que siempre me regalas tus sonrisas”, respondió ella,… “aunque también es lo que menos”.

Él, como siempre, sonrió, pensando que ese añadido no podía ser más que una broma a la que quiso seguir simplemente preguntando por qué. “Porque nunca te he visto llorar… ni siquiera por…”.

No fue capaz de terminar la frase.

Víctor se disponía a fingir que no sabía lo que su madre callaba, pero, en lugar de eso, en silencio, la abrazó, mientras ella se echaba a llorar,… y mientras él sonreía con encanto y pensaba en su siguiente palabra amable.

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