Irene no dejaba de pensar en Ernesto. No se llamaba así. No tenía un nombre. No para ella. Sólo era un chico de mirada interesante (y trasero prieto) con el que cruzó una sonrisa en el metro. Pero ella le puso nombre, vio su cuerpo, conoció a su familia y hasta disfrutó su luna de miel… todo en tres paradas. Cada vez le costaba más volver a la realidad. Una realidad de fugaces recuerdos por las mañanas, de quien busca formas de olvidar por las tardes y de soledad en las noches.

Al llegar al centro fue a ver a su “viejita” preferida, Marisa (que, en realidad, no era tan vieja, pero se le había ido la cabeza hace tiempo). Irene no era tan sensible como pensaban. Marisa era su favorita porque no hablaba. Así podía contarle a alguien sus fantasías con discreción asegurada. Pero esta vez fue diferente. Esta vez, mientras Irene hablaba de su «Ernesto», algo en Marisa despertó. «Ernesto, no te vayas. Ella no te cuidará como yo. ¿Qué haré yo sin ti? Si te vas le diré a tu hijo que has muerto. Si te vas, morirás para mí».

Irene se quedó asombrada, pero no vio en ello un misterio, ni un momento de lucidez. Vio una interrupción inoportuna. Por la tarde fue a limpiar la casa de “la borracha”, esperando, como siempre, encontrarla muerta de una vez. Irene no era tan sensible como pensaban. Aunque tampoco tan insensible como pensáis…

Como siempre, compró algo de comida por el camino, sabiendo que Ella sólo se preocupaba del líquido alimento. Como siempre, llegó y Ella aún dormía el sueño de los ociosos tendentes a ahogar sus penas con nocturnidad. Como siempre, puso la cafetera en el fuego para cuando la dormilona se decidiese a volver a su triste vigilia…

Como siempre, fue al cajón donde Ella escondía el dinero para coger lo justo para que nunca se diera cuenta (tener dos sueldos no da para tanto en estos tiempos, y un dinero gastado en alcohol u otras sustancias más fuertes estaría mejor invertido en su alquiler, pensaba siempre como excusa a su delito)… y entonces algo fue diferente… Esta vez en el cajón encontró una cantidad de dinero muchísimo mayor de la habitual y, sobre los billetes, una nota en la que pudo leer su nombre. Atemorizada al pensar que sus pequeños hurtos habían sido descubiertos y esperándose una carta de despido, cogió la nota, cuidadosamente la desdobló y comenzó a leer su contenido: “Cada día que viniste, durante 2 años y 3 meses, dejé en este cajón doscientos euros, y cada día cogiste diez. Aquí tienes los 24700 que nunca te llevaste. Siempre fueron tuyos. Gracias por todo”.

Irene pensó que era rica, que la borracha no era tan mala, y se sintió culpable por todo lo que había pensado de ella, por los diez euros que sí cogió… y por su actual pensamiento egoísta, pues de pronto un pensamiento surgió, al mismo tiempo que una gota de café se deslizaba hacia al fuego: puede que no fuera una carta de despido, pero sí una despedida al fin y al cabo… ¿dormía? ¡No!.

Fue corriendo al lecho de su patrona, esperando encontrar aún en ella un hilo de vida, cuando sonó el timbre… Se dispuso a abrir la puerta pensando que cualquier ayuda sería buena si aún se daba el tiempo de poder ayudar, y, boquiabierta al ver al hombre en el umbral, solo pudo decir: «¡Ernesto!»