Ernesto fue joven una vez. Pero antes de eso tuvo muchos años de vejez. Como si de un «Benjamin Button» cualquiera se tratase, Ernesto prácticamente nació viejo.
En su familia no permitían ni perros ni niños, así que le convirtieron en adulto antes de que llegase a ser una verdadera molestia.
Quiso ser un héroe de historieta, de esos de los que había escuchado hablar a algunos de sus compañeros de clase mientras el leía los grandes clásicos de la biblioteca de su padre. Una de esas bibliotecas en las que más importa la armonía de sus encuadernaciones que la riqueza de su contenido.
Quiso ser artista mientras estudiaba derecho, mientras elaboraba análisis críticos (en su justa medida) de cada tema, como única forma que se le permitía de mostrar creatividad.
Poco después, dejó incluso de querer nada y entonces conoció a Marisa: la que su madre supo enseguida, y él poco después, que sería su esposa…
Marisa nunca fue joven. Ni mayor. No tuvo edad, ni ideas, ni palabra, ni alma. Marisa sólo fue siempre una muñeca de porcelana mostrada en un estante de la casa de sus padres primero y luego en la de su marido.
Nunca le gustó demasiado la educación que su hijo recién nacido estaba destinado a recibir, la que su padre aprendió de sus padres: ni perros ni niños. Pero nunca dijo nada.
Odiaba sonreír, por ser aquello que se le había enseñado a hacer mejor que nada, pero jamás se le había permitido llorar, ni siquiera de alegría. Por eso admiraba las lágrimas. Sentía envidia cada vez que veía a alguien expresar sus emociones de esa forma tan libre, tan natural. Pero ella no lloraba, ni siquiera en la intimidad, como tampoco lo hacía su esposo, ni tampoco su pequeño, ese hijo que al que no se le podría permitir ser un niño.
Ni niños, ni perros, ni lágrimas…
Sólo una noche reaccionó, aunque lo hiciese con la discreción que tenía tan aprendida.
La única rebeldía que se permitió fue irse pronto del teatro.
Estaba cansada. No del ballet, ni de las relaciones sociales, sino de su vida. Y se fue. Se excusó y, cuando Ernesto se dispuso a acompañarla, le dijo que prefería volver sola y que sería mejor que él se quedase.
Ella se sintió rebelde. La muñeca de porcelana había salido de su estante a dar un pequeño paseo…
Ernesto se quedó esa noche. Tras cerrar el telón, le presentaron a la bailarina principal… A partir de ese momento, pudo sentir, cada tarde en el apartamento de su amante, como la juventud que nunca había tenido se le devolvía en cada gota de sudor.
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