Víctor tardó en darse cuenta de dónde había dejado su móvil. No tenía demasiadas ganas de volver a la casa de la madura mujer con la que había pasado la noche. Y seguía pensando en esa conversación que había tenido con su madre, y en eso a lo que se refirió por lo que Víctor nunca lloró: el no haber casi conocido a su padre, que murió poco después de que él naciese.
Nunca entendió como su madre podía reprocharle algo así, cuando esa era la educación que le había dado: ni una lágrima. Tampoco ella fue muy emotiva nunca al hablar de ello. Cuando su madre mencionaba a su difunto esposo, solía demostrar más desdén que pena.
Pero no haber conocido a su padre, o no haber llorado nunca por su ausencia, no hacía que no se hubiese sentido nunca cerca de él. Pasó gran parte de su infancia leyendo todo lo que de su padre se conservaba en la casa tras su fallecimiento: sus apuntes de derecho. Lo único que Víctor conocía bien de su padre era su letra.
…
Cuándo llegó al apartamento de Ella, le abrió una chica que no conocía, pero le resultaba familiar (¿la había visto en el metro?), aunque se quedó desconcertado cuando le llamó por el nombre de su padre: Ernesto.
– “¿Eh? No. Me llamo Víctor. No sé si me he equivocado de piso. ¿Vive aquí una mujer llamada Ella?”
Irene, aún conmocionada por la visión del hombre con el que había querido imaginarse casada, casi se había olvidado de “la borracha”.
– “¡Oh Dios! Sí, tiene que ayudarme. Creo que está muerta”
Juntos se acercaron a la cama. Ella yacía allí sin vida, junto a la mesilla, con el florero que casi había tirado Víctor esa mañana al marcharse, un bote de pastillas vacío, una botella de Vodka y una carta.
Irene llamó a la policía mientras Víctor, aun consciente de que no debería tocar nada, abrió la carta (temiendo, quizás, encontrar alguna referencia a la noche que él había pasado en esa misma cama)…
Pero la carta no era de Ella, sino para ella. No era una nota de suicidio, sino una despedida fechada hacía 3 años.
“Ella, amor mío.
Los últimos años fueron los más felices de mi vida. Te conocí siendo tú tan joven, sin haberlo sido yo nunca hasta que nos encontramos. Me sacaste de la jaula en que me habían encerrado mis padres y luego mi esposa. Me enseñaste a volar. Pero debo volver a la tierra.
Hace casi 30 años dejé, para estar contigo, no a una mujer, sino al envase sin espíritu que me impusieron para encerrar mis sueños… y a un hijo.
Llego tarde y lamento no arrepentirme, porque sin estos años contigo, sin ellos, nunca hubiese sabido lo qué era la vida, la auténtica vida, pero quiero ser el padre que no fui. Debo buscar a Víctor. Tengo que conocerle, y no puedo pedirte que me esperes de vuelta.
Lo siento, pero no soy capaz de despedirme en persona. Te quiero demasiado como para no dejarme convencer por tu belleza y quedarme a tu lado, pero debo partir.
Te quiere, Ernesto”
Lo único que Víctor conocía bien de su padre era su letra. Y, quizás por primera vez, una lágrima cayó por su mejilla.
…
De tantos encuentros en aquel piso, quedaron sólo cuatro gotas… Desde el sudor de Ernesto hasta la lágrima de su hijo pasaron 30 años, concluidos en una simple gota de agua de un florero, testigo de una huida furtiva tras la última noche de amor que vivió esa cama, y una gota de café anunciando un despertar ya imposible. Cuatro gotas diferentes y la promesa de un encuentro definido por el líquido más importante: la sangre.
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