Ale y yo estábamos bien. Ya os lo he dicho varias veces, pero hay algo que aún no he hecho en exceso, y que, normalmente, una chica que está empezando una relación no para de hacer: hablaros de él.
Ale y yo estábamos bien. Ya os lo he dicho varias veces, pero hay algo que aún no he hecho en exceso, y que, normalmente, una chica que está empezando una relación no para de hacer: hablaros de él.
Lo de los mil nombres de Francisco empezó como algo casual, pero después, y como casi todo, fue culpa de Ruth…
El día en que Francisco se presentó al puesto, explicó su interés sin llegar a presentarse y me dejó su curriculum, en el que leí su nombre. «¿Francisco, Paco…?» le pregunté y me respondió con un, bastante seco, «como quieras». Cuando alguien me dice su nombre, sin especificar diminutivo de preferencia, entiendo que lo correcto es usar el nombre completo, pero Ruth consideró que era demasiado largo y le preguntó si le importaba que le llamase Paco. Rebeca, en un «y yo más» de los suyos, redujo las dos sílabas a una sola y optó por llamarle Fran.
Una confesión como la de Antonio no iba a cambiar mi vida. Cuando tienes pareja y te sientes agusto en esa relación, no es tan fácil hacerte dudar. Antonio es atractivo, y cuando estaba totalmente soltera me hubiese interesado, pero en estas circunstancias, ese «estoy enamorado de tí» sólo era algo incómodo. De todas formas, tal y como lo había dicho y por como yo le había respondido, parecía que lo había dicho como una broma y que yo lo hubiese entendido así. Puede que ambos decidiésemos fingir que así era, o puede que realmente fuese así, pero superamos la incomodidad. Y yo seguía con Ale, pero mi vida amorosa no era la única…
Clara es una chica alegre, una buena relaciones públicas. Podía hablar de casi cualquier cosa… menos de sí misma. Nunca me había dicho hasta entonces nada que me aclarase ese punto, pero siempre pensé que su vida, aunque aún corta, no debía haber sido fácil.
07:30 am. Me despierto al lado de Ale en mi habitación. Él se queda en la cama un rato. Voy a ir al baño, pero Ruth me lo impide:
– Ruth: ¡Llego tarde al trabajo!
– Rita: Sólo tenemos una ducha (el baño de abajo es más bien un aseo) para 4 personas, así que date prisa
– Ruth: ¿quién es el guarro que no se ducha?
– Rita: ¿cómo?
– Ruth: Somos 5. Rebeca, Raúl, Ale, tu y yo.
– Rita: Ale no vive aquí.
– Ruth: Ajá… claro… pero se ducha.
Con Rebeca y Raúl, llegó otro nuevo compañero de piso: un cronograma.
Hasta ahora, Ruth y yo nos organizábamos más como lo hace una familia que como simples compañeras de piso. Hacíamos una compra común, comíamos juntas siempre que pudiésemos… La mayoría de las veces, cocinaba yo, porque se me da mejor, e iba yo a hacer la compra, sin que importase la justicia de eso en el reparto de tareas, y los platos los lavaba la primera que se ofreciese a ello, sin que importase mucho que, en un momento dado, se acumulasen los de dos o tres comidas, si no apetecía hasta que el fregadero estaba lleno. Hacíamos juntas la colada, aunque, eso sí, cada una planchaba lo suyo (cuando, por pura pereza, no nos diese la sensación de que estirar bien fuese suficiente), y también esperábamos a ponernos de acuerdo para, de una sentada, hacer la limpieza de la casa, sin perjuicio de poder limpiar algo, simplemente, porque lo habíamos visto sucio… Nunca dijimos «oye, que esto te tocaba a tí», porque para nada había turnos.
Veo poca televisión, pero tengo un vicio inconfesable: los programas de reformas, venta o compra de casas en Divinity. Desde amar o vender tu casa, hasta comprarte una casa de mierda que unos gemelos te conviertan en un palacete, los veo todos. Gracias a ellos, sé qué son cosas que jamás pondré en mi propia casa, como la isla de la cocina o las puertas francesas. Y por ellos es que, cualquier reforma tan estúpida como cambiar un mueble de sitio, me parece una aventura.
La noche de la inauguración de La Charade había sido una locura, en la que algunas cosas, que en otros momentos podrían ser importantes, parecían secundarias.
Ni siquiera me acordaba de que Ruth me había dicho que un chico estaba preguntando por mí. Sí recordaba a Ángel, hablándome de cómo había acabado llevándome unos días antes a mi casa completamente borracha, aunque no dejé que se explicase demasiado bien, al estar pendiente del brote pirómano de mi amiga Renata.
Ale y yo estábamos bien. No se trataba de eso. Pero seguía pensando en Ángel.
No en sentido de estar obsesionada con él ni nada por el estilo, pero, cuánto más lo analizaba, menos entendía que hubiese dejado de hablarme de aquella manera. Podía enfadarse por mis conclusiones precipitadas o por mi falta de memoria. Pero lo cierto es que un día estaba borracha, él acabó en mi casa, y no recuerdo nada de lo que pasó entonces. Aunque hubiese hecho algo mal, enfadarse conmigo podría tener sentido, pero no decirme siquiera por qué… Merecía saber por qué.
Cristóbal siempre fue muy comprensivo conmigo.
Mi forma de ser, para mis amigos, podía resultar encantadora: mi entusiasmo, creatividad y compromiso cuando algo me gustaba de veras, o mi sentido del humor, hacían divertidos mis defectos: mi dificultad para concentrarme en algo que no me interesase lo suficiente, mis despistes, mi costumbre de llegar siempre tarde, mi incontinencia verbal (que a veces, sobre todo cuando era niño, me hacía inventarme historias, sin darme demasiada cuenta, hasta más tarde, de que lo que estaba haciendo era, básicamente, mentir como un bellaco), mi caos, mi excesiva sensibilidad física, mis dificultades para estarme quieto, mi gran actividad en múltiples redes sociales al mismo tiempo…
Cristóbal era un hombre prudente… o, mejor dicho, intentaba serlo. Eso incluía haberse propuesto el no liarse a la ligera con uno de sus alumnos, aunque se hubiera enamorado de él (de mí) nada más conocerlo.
Segundo semestre del curso. Asignatura optativa: diseño sonoro.
Rocío y yo nos habíamos apuntado a esta clase casi exclusivamente por compatibilidad horaria con otras actividades… y por seguir a otra parejita de amigos, con quienes estábamos deseando hacer un «intercambio» no tan amistoso.
Otro día igual. Vuelvo a mantenerme despierto hasta que no puedo contener más las lágrimas, e intentando dormir entonces al ver que tampoco puedo llorar.
A veces paso despierto varios días, intentando aprovechar al máximo los momentos en que consigo cierta paz, y a veces paso días en cama, despertando después para ver que la vida sigue, pero que, al haberla dejado pasar, ahora es aún peor, más frustrante, más lejana. Y entonces tengo claro que nunca llegará ese día en que me despierte diciendo «ya está, ya pasó»…
Se acercaba la navidad y eso significaba, necesariamente, otra fiesta. Aunque en este caso fue algo bastante normal y medianamente tranquilo, pero los preparativos sí fueron algo más estresantes…
Tuve miedo. La palabra «fiesta» me aterrorizaba.
La primera fiesta de La Charade fue la pre-inauguración, momento en el cual no recuerdo qué pasó con Ángel, pero sí sé que, a raiz de ello, ya no me habla. La siguiente fue la inauguración oficial, en la que Renata quemó parte del local… ¿Y ahora querían otra? ¿Tan pronto?…
Después del incendio, y aunque no había llegado a causar suficientes daños como para tener el local mucho tiempo sin abrir, había más gastos que compensar en el bar y eso hizo que Ruth y yo nos esforzásemos mucho porque las cosas saliesen bien.
Iris de veras amaba a Felipe.
Le conoció en el instituto y fue su primer amor. Con él lo descubrió todo. A su familia no le gustaba. Los padres de Iris eran bastante conservadores, mientras que Felipe había sido educado en un ambiente bastante más liberal. El hijo de una familia hippy ganándose el corazón de la niña rica. Podría considerarse la típica historia adolescente, en la que todo parece una versión azucarada de Romeo y Julieta, salvo por el final, menos dramático… aunque, generalmente, igual de rápido.
– Rita estuvo ingresada en un centro psiquiátrico por depresión. Sus padres murieron en un incendio, se quedó sin trabajo… e intentó suicidarse.
– La encontró Ángel (uno de sus vecinos junto con Joel: un tipo muy follable) y llamó a las amigas que Rita hizo en el centro: Renata (bipolar, o algo así, entre otras cosas… bastante loca, en resumen), Rebeca (que acababa de romper con su novio, Joaquín) y Ruth (alcohólica).
– Las 4 chicas se montaron una sala de conciertos/bar/hostal (La Charade).
– Rita, que tiene algo indefinido con Ángel, encontró a Rebeca en la casa de sus vecinos la mañana después de una juerga.
– En la inauguración oficial de La Charade, se presentaron Joaquín (ex novio de Rebeca), Herminia (enemiga íntima de todas las chicas desde su paso por el centro) y un chico preguntando por Rita.
– Y, ¿por dónde íbamos?… ¡ah! si…
Durante toda mi vida había considerado las relaciones personales como experiencias, circunstanciales, con un principio y un final. Mis amigos del colegio lo fueron mientras estudiaba allí y los que hacía en un trabajo duraban lo mismo que el alta en la seguridad social. Les llamaba muy pocas veces, o ninguna, sólo cuando sentía la necesidad de salir de mi casa o cuando me apetecía hablar (o escuchar más bien, que siempre se me dio mejor) con alguien. No quiere decir esto que no me importasen o que no los valorase, soy de los de mejor sólo que mal acompañado, pero sentía la necesidad de dejar espacio a experiencias nuevas.
No hay historia interesante si no lo son sus personajes. Por eso, el principio no puede ser mi nacimiento ni mi infancia, ni incluir gran parte de mi adolescencia… Hoy por hoy, cuando más aceptado tengo el riesgo de la soledad, es cuando más sociable soy y más gente es parte (más o menos importante) de mi vida, pero durante mucho tiempo el miedo a estar solo era superior a mis fuerzas, más aún por el hecho de ser un miedo absolutamente vivido, porque efectivamente estaba solo.