Con Rebeca y Raúl, llegó otro nuevo compañero de piso: un cronograma.
Hasta ahora, Ruth y yo nos organizábamos más como lo hace una familia que como simples compañeras de piso. Hacíamos una compra común, comíamos juntas siempre que pudiésemos… La mayoría de las veces, cocinaba yo, porque se me da mejor, e iba yo a hacer la compra, sin que importase la justicia de eso en el reparto de tareas, y los platos los lavaba la primera que se ofreciese a ello, sin que importase mucho que, en un momento dado, se acumulasen los de dos o tres comidas, si no apetecía hasta que el fregadero estaba lleno. Hacíamos juntas la colada, aunque, eso sí, cada una planchaba lo suyo (cuando, por pura pereza, no nos diese la sensación de que estirar bien fuese suficiente), y también esperábamos a ponernos de acuerdo para, de una sentada, hacer la limpieza de la casa, sin perjuicio de poder limpiar algo, simplemente, porque lo habíamos visto sucio… Nunca dijimos «oye, que esto te tocaba a tí», porque para nada había turnos. [...]