La noche de la inauguración de La Charade había sido una locura, en la que algunas cosas, que en otros momentos podrían ser importantes, parecían secundarias.

Ni siquiera me acordaba de que Ruth me había dicho que un chico estaba preguntando por mí. Sí recordaba a Ángel, hablándome de cómo había acabado llevándome unos días antes a mi casa completamente borracha, aunque no dejé que se explicase demasiado bien, al estar pendiente del brote pirómano de mi amiga Renata.

Tal y cómo yo lo recordaba, Ángel me había dejado de hablar, ofendido por no ser capaz de recordar que nos hubiésemos acostado. Pero la historia era muy diferente.

Empezando por lo sencillo, resulta que Ángel y yo no habíamos hecho nada, sólo me había llevado a casa y me había metido en la cama para que durmiese la mona. No estaba enfadado porque no me acordase de acostarme con él, sino porque fuese capaz de pensar que, estando yo tan borracha, él hubiese intentado hacer algo así. Aunque tampoco dejó de hablarme porque estuviese enfadado…

Ese chico que me buscaba, y aquí empieza la parte no tan sencilla, es mi hermano. En realidad, Ruth no es tan mala mensajera y sí me había dicho que se identificó como mi hermano, pero, con todo lo que tenía encima, lo había borrado completamente de mi memoria.

Mis padres habían tenido problemas en su matrimonio antes de que yo naciese, incluyendo una infidelidad de mi padre que acabó con un embarazo no deseado. Hacía años que conocía esta historia, y sabía que, en alguna parte del mundo, había un hijo de mi padre, pero nunca tuve demasiada curiosidad por conocerle y, efectivamente, nunca le había conocido. Sí es cierto que, al enterarme de su existencia, pregunté, pero, aunque me lo hubiese contado ella, sabía que a mi madre le dolía la mera mención del tema, así que dejé de mencionarlo. Sólo sabía su nombre: Raúl, aunque, años después, cuando mis padres ya habían muerto, descubrí también, por una foto que nuestro ascendente común guardaba, cómo era su cara. Esa cara que, de repente, tenía frente a mí, en casa de Ángel y Joel…

Cuando Ángel salía del local, tras la inauguración y, más concretamente, tras nuestra discusión, le pidió a Ruth (aquí sí fue mala mensajera) que me dijese que le llamara después. Raúl escuchó esto y, viendo que Ruth le había largado y que Ángel debía ser también amigo mio, fue a hablar con él. Le contó su historia, le contó que tenía cierto miedo de hablar conmigo, de mi reacción al verle, y Ángel que es un metomentodo, pero del tipo de metomentodo que hacen honor a su nombre de pila, se apiadó de él y le sugirió lo siguiente: «Si no tienes donde ir, quédate en mi casa unos días, hasta que te sientas listo para hablar con ella«.

Por eso Ángel no me hablaba: porque no sabe guardar secretos y es consciente de ello. Para no contarme lo que no debía, lo único que podía hacer era no dirigirme la palabra.

Lo cierto es que la historia de Raúl hacía que cualquiera se apiadase. Acababa, unos meses antes, de quedarse viudo. Su marido, Cristóbal, había muerto en un accidente de coche, y él se sentía perdido, sin saber a quién acudir, hasta que, no sé muy bien por qué, decidió acudir a su «hermana» Rita.

Y ahí estaba yo, escuchando su triste historia, pensando «no te conozco, no eres nada para mí, no sé por qué viene a mí…«, y quería decirlo en alto, empecé a decir «no sé qué haces aquí…«, pero al ver su cara de corderito degollado, y de forma impulsiva, continúe: «… en casa de Ángel y Joel. Deberías venirte a la mía. Tu hermana soy yo«.