Con Rebeca y Raúl, llegó otro nuevo compañero de piso: un cronograma.

Hasta ahora, Ruth y yo nos organizábamos más como lo hace una familia que como simples compañeras de piso. Hacíamos una compra común, comíamos juntas siempre que pudiésemos… La mayoría de las veces, cocinaba yo, porque se me da mejor, e iba yo a hacer la compra, sin que importase la justicia de eso en el reparto de tareas, y los platos los lavaba la primera que se ofreciese a ello, sin que importase mucho que, en un momento dado, se acumulasen los de dos o tres comidas, si no apetecía hasta que el fregadero estaba lleno. Hacíamos juntas la colada, aunque, eso sí, cada una planchaba lo suyo (cuando, por pura pereza, no nos diese la sensación de que estirar bien fuese suficiente), y también esperábamos a ponernos de acuerdo para, de una sentada, hacer la limpieza de la casa, sin perjuicio de poder limpiar algo, simplemente, porque  lo habíamos visto sucio… Nunca dijimos «oye, que esto te tocaba a tí», porque para nada había turnos.

Ruth llevaba mucho tiempo viviendo como invitada en diferentes sitios. Una buena invitada, que se ofrecía a lavar los platos, o que no se sentía agusto quedándose sentada mientras otros trabajasen a su alrededor, pero una invitada al fin y al cabo. Yo sólo había vivido con mis padres (sin hacer nada) o sola (haciéndolo todo).

Pero Rebeca sí había vivido muchas veces en pisos de estudiantes, y a Raúl, aunque vivía con su marido y podría haberse organizado como Ruth y yo (sí, acabo de compararnos a Ruth y a mí con un matrimonio, pero vamos a obviar eso), debido a su déficit de atención, le venían bien los horarios concretos.

Así que, pese a que nunca había entendido yo eso de poner imanes en la nevera, de repente, había uno sujetando un cronograma con las labores del hogar. Y lo que no se pudiese repartir fácilmente, se convertía en absolutamente independiente. Cada uno debía comprar y comer su propia comida. Ruth y yo seguíamos un poco a nuestra bola, en ese tipo de cosas no incluidas en el cronograma, pero llegó un momento en que vivíamos situaciones, tan ridículas a nuestros ojos y lógicas a los de Rebeca, como preparanos unos espagueti a la boloñesa, ofrecerle, que los rechazase y verla, justo después, prepararse unos macarrones con tomate…

Esas normas empezaban a volverme un poco loca, hasta que vino Ale a cenar una noche.

Todos los demás, al más puro estilo de un piso de estudiantes bien avenidos, estaban dispuestos a encerrarse en sus habitaciones mientras cenábamos los dos. Pero él, sabiendo cómo estaba la situación (y yo ante ella) vino con una tarta y dos botellas de vino, me pidió que hiciese salir a los demás y consiguió, por fin, que nos sentásemos al mismo tiempo, y frente a la misma comida, alrededor de la mesa, ahora sí, como una familia… Y relacionar, de esa forma, a Ale con conseguir una familia me hizo darme cuenta de que ya no era sólo mi último ligue…