Ale y yo estábamos bien. Ya os lo he dicho varias veces, pero hay algo que aún no he hecho en exceso, y que, normalmente, una chica que está empezando una relación no para de hacer: hablaros de él.

Ale era mi salvavidas. En cualquier momento de tensión, conseguía centrarme y tranquilizarme. Cuando le conocí, una de mis socias y mejores amigas acababa de tener una crísis e intentar quemar el local, lo cual creo que es normal que me pusiese un poquito nerviosa, pero, sin conocernos siquiera, su mera presencia, me dio cierta paz. Cuando Rebeca y Raúl se mudaron con Ruth y conmigo, también eran normales las tensiones por la nueva convivencia, pero él supo mediar y aliviar cualquier conflicto, hasta el punto de acabar mudándose también y, en lugar de añadir una variable más a los problemas de convivencia, tender a solucionarlos todos… Y en otro tipo de «tensiones», también nos entendíamos perfectamente.

Me apoyaba y me satisfacía totalmente. Me daba paz absoluta… aunque yo nunca he sido una persona pacífica…

Cuando una pareja entra en esa rutina por la cual uno de los dos tiene problemas y el otro los resuelve, surgen tres inconvenientes:

1) La persona que necesita ayuda, se vuelve dependiente de ella, y se frustra al pensar que está perdiendo la capacidad de resolver sus problemas por sí misma.

2) La persona que da a ayuda, se despreocupa de sí misma y no comparte sus problemas con su pareja, de tal forma que el apoyo pudiese ser recíproco.

3) Cuando no hay problemas, parece que falta algo…

Llegó un momento de calma natural, en el que no necesitaba a Ale, y lo que me quedaba era, simplemente, quererle. Y empecé a pensar en el segundo inconveniente de los mencionados. Realmente, no sabía nada de él.

Empecé a preguntarle por sus problemas y él respondía, aunque con cosas que me parecían demasiado típicas: «mi jefe es imbécil», «quisiera ganar más dinero» y cosas así. Cosas así, que son problemas muy reales, no digo yo que no, pero de los que podrías hablar con un desconocido en la cola del super, si se hace muy larga… yo quería que compartiese conmigo algo un poquito más personal.

Él lo sabía todo de mí: que había estado en un centro psiquiátrico, que había intentado suicidarme, que mis padres habían muerto, que mi padre había tenido un hijo fuera de su matrimonio, y que yo acababa de conocer a mi hermano… Vale que no todas las vidas tengan que ser como un culebrón sudamericano, pero alguna rareza tenemos todos, ¿no?

Sus padres estaban vivos, en el campo, e iba a verles un fin de semana sí y otro no. Se llevaba bien con ellos y también con sus dos hermanos: uno era policía, estaba casado y tenía una hija de dos años, el otro, más joven, estudiante de derecho. Yo ya les había conocido a todos, y me parecían encantadores. Había tenido una novia antes, durante 6 años, del pueblo, con la que tenía cierto contacto por ser sus familias amigas, pero con la que no guardaba una gran relación, ni rencor, ni le había traumatizado ni nada. Él trabajaba como repartidor de una empresa de bebidas alcohólicas (la proveedora de nuestro local), pero había estudiado historia del arte, sabía varios idiomas y buscaba trabajo como guía turístico. También tocaba la guitarra y llegó a estar en un grupo. Sus amigos eran, principalmente, los mismos que tenía desde el colegio y algún compañero de trabajo con el que se llevaba bien.  Le gustan mucho los videojuegos y va casi todas las mañanas al gimnasio…

Pensaréis que sí que sé cosas de él… pero todo tan normal…

La cuestión es que debía enfrentarme a una posibilidad extraña: puede que no se tratase de que desconociese los aspectos más interesantes de su vida, sino que su vida no me pareciese interesante… pero estábamos bien… de verdad… que sí… creo…

Capítulo 26 (PRÓXIMAMENTE)