Uno de los mecanismos patriarcales más estudiados en el feminismo, de una u otra forma, con ese nombre o con otros, es la vergüenza.
A las mujeres se les enseña a ser «discretas», a avergonzarse de sus ideas, a considerarlas algo poco relevante que deben guardar para ellas. Se les enseña a negar su sexualidad, sometida así a la de los hombres, a renunciar a su propio deseo, desde esa misma vergüenza.
También en el movimiento LGTB+ conocemos bien esa lección. Aprendemos dónde cogernos de la mano y dónde no, se nos repite que es una parte de nuestra intimidad que no merece ningún «orgullo», y, precisamente en contra de esa idea nace la fiesta con ese nombre. Incluso dentro del mismo colectivo, hay quien valora como mejores a aquellas personas a las que «no se les nota».
Probablemente, dentro de este colectivo, quienes más sufren la losa de esta vergüenza impuesta socialmente sean los y las transexuales, quienes hasta cuando reciben «halagos», lo hacen desde la ocultación («pareces una mujer de verdad»), aunque también las personas bisexuales, por ejemplo, ven como se les invita a «aprovechar» sus «posibilidades» para llevar una vida «normal».
Esta vergüenza también lleva a un alto grado de autoexigencia en cuestiones, por ejemplo, estéticas, en el caso de las mujeres, mediante la imposición social de unos cánones generalmente imposibles, y aun así, exigidos. Más aún cuando a éste se unen otros sistemas de opresión, como el relacionado con el color de la piel. Creo que no conozco ni una sola mujer negra que no haya sentido la obligación de plantearse, en algún momento de su vida, qué hacer con su pelo, de forma mucho más profunda y significativa que cualquier otra persona.
Esta vergüenza de la que he hablado hasta el momento es artificial, es un constructo social, creado como mecanismo de control en el mantenimiento de sistemas de opresión, y se aplica a características que no deberían tener una valoración ética negativa, porque no hacen daño a nadie. Nadie es malo ni perjudica a otras personas por su sexo, su orientación sexual, su género, su raza, su origen…
Poco a poco (muy poco a poco), vemos como esta vergüenza está, si no menos generalizada, al menos, algo menos justificada, pero si escribo esto es porque me asusta ver, que quizás donde más se está perdiendo es en donde es necesaria, en aquellas actitudes que sí precisan de un control social.
Hace un momento, he participado en una conversación en la que un hombre (que se definía como «aliado feminista», aunque, me parece algo completamente incompatible con lo que defendía) insistía en naturalizar la pedofilía. Sobre la base de que la pedofilia no era lo mismo que la pederastia, y que él (se atrevía hasta a incluirse) no abusaba (directamente) de nadie, justificaba la sexualización de menores en imágenes, siempre y cuando el o la menor tuviese ropa o fuese un dibujo. La desnudez no es la única forma de sexualizar menores, y ninguna es permisible. Ni siquiera en el caso de un dibujo, aunque ahí, teóricamente, no haya un o una menor que sufra daño, porque lo sufren todos y todas al normalizar su sexualización.
Y no es que me asuste el pensamiento de este hombre. Me escandaliza, me preocupa, pero ya sé que hay pedófilos. Lo que realmente me aterra es haber tenido esa conversación, y aún más que haya sido en twitter. No me asusta tanto que crea eso como que se atreva a decirlo públicamente. Algo estamos haciendo mal si se siente amparado para ello.
La vergüenza es mala cuando el acto o rasgo del que te enseñan a avergonzarte no lo es. Pero él sí debería avergonzarse, a él sí deberíamos procurar hacerle sentir avergonzado.
Una de las principales luchas del movimiento feminista puede ser el dejar de ver la violencia de género como un asunto «doméstico», que sólo afecte a la intimidad de la pareja, y es absolutamente necesario que dejemos de verlo así, pero, aunque a veces intente convencerme de que pueda ser un síntoma de un cambio positivo, ver, cada vez más, como son los hombres maltratadores los que empiezan a enorgullecerse públicamente de su violencia, amenazando a mujeres en internet o defendiendo el derecho sobre «la suya», además de hacerse la víctima en el momento en que pretende negárseles ese derecho, no puede parecerme bueno.
No perdamos la vergüenza. Perdamos la vergüenza injusta, la arbitraria, la que define discriminaciones. Pero recuperemos la que necesitamos.
Actualización 7 de agosto: Después de esa conversación, denuncié el perfil del pedófilo a twitter, porque creo que eso es lo que hay que hacer cuando te encuentras con alguien que te defiende la sexualización de menores. Afortunadamente (imagino que no fui el único en denunciarlo), el perfil ya no está.
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